Era en Estados Unidos durante la segunda guerra mundial, y era un botón de rosa lleno de vida, pugnando por abrirse y llegar al máximo de su belleza. La familia Ninomiya, familia japonesa, derramó lágrimas de gratitud.
Conrad Holster, vecino de la familia en las cercanías de San Francisco, California, la había cultivado para darles la bienvenida. Y no sólo había cultivado esa rosa, sino que había cuidado del vivero de los Ninomiya durante los cuatro años que habían pasado en el campo de concentración.
La familia japonesa había comprado tierras cerca de San Francisco. Junto con su vecino, Conrad Holster, un norteamericano, habían cultivado rosas. Cuando estalló la guerra, los japoneses fueron internados en campos de concentración. Conrad, el vecino, cuidó como propio el vivero de ellos.
Lo que hizo de esa rosa todo un símbolo es que floreció en el tiempo en que el Japón había bombardeado a Pearl Harbor, puerto de la ciudad de Honolulu, y la familia Ninomiya era una de muchas familias japonesas bajo sospecha, lamentablemente odiadas por los norteamericanos. Pero este vecino vio más allá de su raza, su cultura y su religión.
«La amistad —dijo alguien metafóricamente— es la rosa con que se enriquece nuestro pobre barro humano.» Y es que la amistad verdadera, cuando es pura y profunda, supera todas las diferencias que nos separan.
El proverbista Salomón expresó algo muy interesante acerca de la amistad: «En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia» (Proverbios 17:17).
Si la amistad que decimos tener distingue entre uno y otro —entre un norteamericano y un japonés, entre un rico y un pobre, entre un letrado y un analfabeto, entre un católico y un protestante—, entonces no es amistad. El que ama sólo a los que están de su lado no tiene más que amor por conveniencia.
Jesucristo dijo: «Ustedes han oído que se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo.” Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen» (Mateo 5:43‑44). Si Cristo exige amor aun hacia el enemigo, ¡cuanto más hacia el que está separado de nosotros sólo por alguna diferencia de opinión!
Si nos falta amor —amor entre esposo y esposa, entre padre e hijo, entre un pueblo y otro, entre una religión y otra—, es porque no tenemos en nosotros el amor puro de Dios. No suframos más con odio. Cristo quiere cambiarnos con su amor.
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